Tengo doce años y trabajo

La crónica trata el tema de «Niños y Adolescentes trabajadores», narra el día a día de una niña trabajadora de la ciudad de El Alto, mostrando la realidad sobre la problemática infantil.

Marcha de niñas, niños y adolescentes trabajadores por el 1 de mayo

Gabriela Diana Murillo Calle

Ingryd G. Sanjinez Mogro

Es una fría madrugada. Aún son las cinco y no se vislumbran los rayos del sol en las calles alteñas. La llamaremos Lucía, es una niña trabajadora que no pasa de los 12 años de edad. Alista afanada su mercadería y sus cuadernos para poder trabajar y estudiar en la misma jornada. Lucía, al igual que sus hermanos menores, trabaja en una de las ferias más grandes de Latinoamérica, la 16 de Julio.

Cubre su uniforme de colegio con una manta larga y gruesa para combatir las bajas temperaturas de la ciudad, en su mochila lleva un poco de pasankalla para pasar el hambre de la mañana. Ya llegando a su puesto organiza los materiales escolares que dispone para vender. Por el pequeño puesto debe pagar 200 bolivianos mensuales que ella descuenta de sus ventas.

En un rincón del puesto improvisa una especie de escritorio

A las nueve de la mañana se incrementa la cantidad de gente que visita el lugar, unos pocos se acercan a preguntar por los lápices de colores. Mientras atiende a sus clientes, saca tiempo para realizar sus labores escolares y en un rincón del puesto improvisa una especie de escritorio con libros, cuadernos y lápices que utiliza para hacer las tareas.

Unos pocos centavos son los que recibe por vender unos lápices

No pasa ni 30 minutos y una señora se acerca para realizar la primera compra del día. Unos pocos centavos son los que recibe por vender unos lápices, pero a pesar de ello, el rostro de Lucía denota felicidad.

“Había días en que no se comía, somos siete hermanos y la plata no alcanzaba”, cuenta. Es por eso que Lucia empezó a trabajar desde los seis años voceando minibuses, y a los siete años vendiendo bolsas negras en la feria de El Alto.  “Levantando la voz decía: ¡Cuatro por un boliviano la bolsita!”.

“Tenía que ayudar en mi casa porque la plata no alcanzaba, mi mejor comida era arroz con chorrellana, que comíamos los viernes después de haber ganado algo de dinero y no haber comido por varios días”.

Ella también vendía papel higiénico ganando cinco bolivianos por paquete, dinero que guardaba para hacer crecer su capital. A Lucía le gustaba la escuela, pero muchas veces faltaba porque tenía que trabajar. Cuando tenía ocho, perdió un año escolar porque ese tiempo, junto a sus padres y hermanos, durmió en la calle a causa de la falta de dinero.

Llegando ya el mediodía, se prepara para dejar el puesto de venta. Recoge su mochila y se saca la manta para dejar ver su uniforme escolar. Deja el puesto a cargo de su hermano menor para poder ir a almorzar y después dirigirse al colegio. Debe atravesar por varios puestos de la feria y chocar con muchas personas que caminan apresuradas. Lucía luce como una estudiante más. Quien la viera no se daría cuenta que ella es una niña trabajadora: está pulcra, peinada, tiene los zapatos lustrados y el uniforme prolijo.

Por un boliviano con cincuenta centavos, recibe un abundante y nutritivo almuerzo

Apresurada llega a Wiphala, un centro de apoyo que se encarga de brindar ayuda en educación y alimentación de los niños, niñas y adolescentes trabajadores. Allí, por un boliviano con cincuenta centavos, recibe un abundante y nutritivo almuerzo que consiste en una sopa de trigo y segundo de quinua, ensalada y asado.

En el patio del centro de apoyo, se encuentran niños y niñas jugando futbol, entre gritos y risas. Ellos llenan el ambiente con alegría. En la misma mesa del comedor se encuentra Lucía con otros pequeños y pequeñas que comen y charlan como niños, dejando de lado, por un instante, temas de trabajo y responsabilidades. Madurez, empatía y compañerismo se percibe en el lugar. Todos con vidas parecidas a la de Lucía, se dan ahí la oportunidad de vivir su infancia a plenitud. Muchos de ellos se quedan a estudiar y hacer sus tareas.

Pero, Lucía se debe marchar.

“Tengo orgullo, sé trabajar, no estoy robando, lo malo es robar y yo estoy trabajando y eso me da más experiencia”

De camino al colegio la conversación sigue y es cuando en el rostro de Lucía se dibuja una sonrisa. “Tengo orgullo, sé trabajar, no estoy robando, lo malo es robar y yo estoy trabajando y eso me da más experiencia”.

Lucía también nos cuenta que tiene una hermana menor discapacitada. Ella no estudia. “Debería estar en quinto de primaria, pero desde que tenía dos añitos le han detectado una discapacidad en su pie, a pesar de esto ella trabaja vendiendo bolsas negras. ¡Pero vivita es!, no le da miedo vender, le gusta trabajar”.

Su hermanita necesita una operación y por eso Lucía ayuda a sus padres económicamente para ahorrar y poder pagar esa operación. Su mamá tiene un tumor en el estómago y le es difícil alzar cosas pesadas, por eso ya no puede trabajar como lo hacía antes.

Lucía, a su corta edad vive la vida de adulta independiente. Se mantiene sola: paga el alquiler de un pequeño cuarto ubicado en la zona Huayna Potosí. “Yo pago mi comida y ropa, no le pido ni un centavo a mis papás”. Explica que, por el contrario, ella aporta para la comida de sus hermanos y padres.

Después de salir del colegio, Lucía guarda su uniforme escolar y se dirige para a vender bolsas negras. Ese trabajo lo realiza de siete a diez de la noche. “Muchas personas suben de la ciudad de La Paz después de sus trabajos y hay venta, pero también mucho peligro, hay grupos de cleferos y molestan. Pero, no hablo con ellos, de vista los reconozco, son peligrosos. Una vez por robar un celular le han cortado el cuello a un chico, siempre tratan de acercarse a las chicas y les invitan a tomar”.

Después de las diez de la noche y haber vendido las bolsitas, Lucía se sube a un minibús para retornar a su casa. Ella quiere superarse, pero sabe que el camino aún es largo. “Después de salir del colegio me gustaría ir al cuartel, ser militar es mi sueño”, nos cuenta antes de llegar a casa para poder descansar.